LI YAN BO
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Encaramado a la rama más alta, flotando, sin
apenas posarse, acariciando la nada, sin peso; ingrávido, pero con una carga
fascinante, ineludible, resbalando la expresión de aquel personaje entre
etéreas hojas y huidizos tallos; doble equivalencia entre la contemplación que
es contemplada y su imagen serena que nos devuelve la perplejidad de su
vida, de unas
vivencias internas, casi ocultas
para el contemplador
de
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cuadros,
envueltas en tonos pastel y sonrisas convocadoras de las capas menos
conscientes de nuestra sensibilidad; vivencias y recuerdos a flor de piel. Li Yan Bo reclama en su pintura la
atención hacia esa sobrecarga con que motea velada y conscientemente sus
imágenes, pesada serenidad que, hasta cierto punto, molesta; espiritualidad
primigenia, abisal, que consigue molestar porque no la dicta nadie, ni nadie
ni mano alguna hace ademán por destapar el frasco de sus virtudes. Está ahí,
contémplala, si ese es tu deseo; devuélvele tu mirada, si aceptas que ella te
la ha prestado.
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Incomprensiblemente para una
observación superficial, el pincel de Li
Yan Bo encadena y refuerza la
intensidad de su propuesta a partir de tonos pasteles, de sombras
paradójicamente claras, pese a la firmeza y decisión de su trazo; paisaje
salpicado de ojos rescatados de la obligación de mirar, de cruzar la mirada
con otro propósito distinto al de empaparse en su propia experiencia; creando
adrede una atmósfera desvaída, con la que consigue excitar nuestra persecución
perceptual de los serenos abismos a
los que nos
enfrenta; persistiendo en la
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sensación de que
quien los ha forjado nos grita constantemente, siempre desde su profunda
serenidad y desde esas miradas de seres humanos que emergen en los espacios
enmarcados por troncos, hojas y ramas, que la contemplación es algo inapelablemente
voluntario y gratuito.
La evanescente mirada de estos
personajes calculadamente encaramados a la nada, una mirada que, sin embargo,
se enfrenta con inusitada fortaleza a la persona que se detiene a contemplarla,
no exige; extrañamente, tampoco implora, quizás, invita, puede que convoque, aunque
tampoco es así o no tiene por qué ser así; vive su
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vida, pero arrastra con
inexplicable poderío a compartir, a experimentar esas sensaciones que
precisamente el propio contemplador haya de aportar o, por lo menos,
completar, en algún caso, dar algún remate con ellas; probablemente, esa sea
la intención agazapada de la enigmática mueca con que nos obsequia alguno de
aquellos personajes o la pretensión de Li
Yan Bo, su pintor, inundándonos con determinación de infinitas preguntas
y robándonos sin escrúpulo, bajo aquel
torrente de sonrisas provocadoras, muchas de
nuestras respuestas. Parece
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como si el pincel de Li Yan Bo se detuviese,
permaneciese en vilo y, sin esperar ninguna reacción, dejase todo el espacio libre
a sus personajes y a las personas con quienes entablarán, sin duda alguna,
ese misterioso diálogo. Sencillamente, porque cree en ellos. Hermoso señuelo.
El vacío se impone sin despreciar la experiencia, dejando esa sensación, tan
pocas veces alcanzada, de dar sentido a la tan perseguida actitud de recrear
una propuesta artística con la simple mirada. La de los personajes, la de la
persona que los contemple.
Miguel Pacheco Vidal
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